Son todos los apellidos en orden que ese gilipoyas de mi barrio conoce de sí mismo, y yo también me los sé. Me los dijo algunas veces, y ya ves, en ocho años no los he olvidado.
Podría ir a su casa, volver a mirarle a los ojos como cuando él era más alto que yo, y demostrarle quién es, a todas luces, mejor. Él, de nuevo. Pero cantarle todos sus apellidos, serían unos seis segundos de Cloroformo.
Esta vez, aunque su pecho y su cuello sean mucho más bonitos, crujirán primero.
Ah, Cano, lo tenías todo. Y una cucaracha como yo, de tu pasado más puro, de la auténtica calle, te lo roba. O más bien, lo succiona. Porque es lo que hacemos los parásitos.